Dr. Jorge Arturo Rodríguez Reyna
Es triste y vergonzoso para la Iglesia – para todos los que formamos parte de ella – de que existan algunos malos sacerdotes y religiosos. Hombres consagrados a las cosas del Dios, que han deshonrado su vocación, que han desgarrado el Corazón de Cristo, cometiendo delitos aberrantes, crímenes terribles. Pero de otra parte, es un consuelo saber al mismo tiempo de que sólo son un número reducido, una pequeña minoría, que no representa a la inmensa mayoría de presbíteros y religiosos, quienes sí han entregado su vida y servicio a Dios a través de la Iglesia.
Es noticia común hoy en día, que muchos anticatólicos – entre ateos, protestantes y algunos “seudocatólicos” – se amparen en la presencia de estos malos siervos de Dios, para intentar generalizar dichas conductas pecaminosas a la totalidad de los miembros de la Iglesia. Tratan de descalificar a la Iglesia por el delito de unos pocos.
No es mi afán defender los crímenes cometidos por los malos sacerdotes. Por supuesto que no. A ellos ya los juzgarán las leyes de los hombres – como tiene que ser – y más terrible aún, tendrán que responder un día ante el Supremo Tribunal de Dios.
La intención de este artículo es destacar que así como hay algunos malos sacerdotes – la minoría – también existe un gran número de hombres que dedican sus vidas a servir verdadera y plenamente a Dios, hombres que son santos ante El y ante los hombres.
Podría referirme a muchos sacerdotes, pues varios he conocido desde mi infancia hasta la adultez, pero quiero centrarme concretamente en dos de ellos, grandes amigos que ya han partido al encuentro del Señor. De esta forma no podrían evitar que los mencione, pues su gran humildad les habría movido a pedirme no hacerlo si aún estuvieran entre nosotros físicamente.
Ellos son Monseñor Manuel Prado Pérez-Rosas S.J. y Monseñor Tarsicio Solano Galarreta, Arzobispo y Vicario General de la Arquidiócesis de Trujillo (Perú), respectivamente. Grandes hombres, grandes padres espirituales, grandes maestros, grandes amigos, grandes confesores, grandes personas; finalmente, grandes y –al mismo tiempo–, humildes siervos del Señor.
No quiero hacer una biografía extensa de cada uno, pues seguramente en su momento lo haré si el Señor así lo quiere. Quiero más bien fijarme en algunas de las virtudes que pude conocer en sus vidas y resaltar su influencia decisiva sobre la vida de este humilde hijo de Dios.
Conocí a Monseñor Tarsicio Solano, cuando en compañía suya y el de otros adolescentes como yo, fundamos el Movimiento Eucarístico Juvenil de la ciudad de Trujillo. Corría entonces el año 1991. Todos éramos jóvenes recién egresados de las aulas del colegio, en el periodo comprendido entre aquél y la universidad.
Monseñor Tarsicio Solano fue el Asesor Espiritual del Movimiento Eucarístico Juvenil (MEJ) durante 11 años continuos (hasta que partió a la Casa del Padre), en los cuales participé activamente. Sábado a sábado nos reuníamos bajo su dirección un grupo de jóvenes ansiosos de conocer a Dios, muchachos llamados por el Señor, pescados por sus redes y convertidos luego en nuevos pescadores. Semana tras semana compartíamos las reuniones de lectura bíblica, cantos, dinámicas y algunas veces jornadas y retiros espirituales, a través de las cuales fuimos alimentando cada vez más nuestro espíritu, conociendo y amando más y más a Jesús. Y en cada una de esas reuniones estaba presente nuestro querido Monseñor Tarsicio (“Chicho” como cariñosamente le decíamos entre nosotros), dándonos sus consejos, sus orientaciones, sus correcciones, su don de gentes, su amistad, su santa compañía. Seguro es que también algunas veces pudimos descubrir algún malestar en su apacible carácter – motivado a veces por nuestro desdén y falta de perseverancia – pero tan sólo ocasionalmente. Lo considerábamos como un padre espiritual, pero al mismo tiempo como un gran amigo. Y lo maravilloso de todo es que aquel servicio de nuestro querido Monseñor era totalmente gratuito, siendo su única recompensa el gozo que le producía contemplar el que un grupo de jóvenes inexpertos en los caminos de la vida se formaba en el camino del Señor. Nunca esperó ningún tipo de retribución económica o de otra índole y por doble motivo: éramos jóvenes estudiantes de escasos recursos y sobre todo, porque su servicio era por amor a Dios, a quien él servía fielmente. Doy fe por mis tres hermanos menores y por mí, de que siempre recibimos bendiciones de parte suya, nunca un maltrato, una burla, una coacción, alguna incitación a obrar incorrectamente, una conducta impropia. Jamás.
Cabe mencionar que además de las asambleas semanales, teníamos la suerte y bendición de poder reunirnos en privado con él en muchas ocasiones, en la oficina que tenía en el Arzobispado de Trujillo, tanto para tratar temas sobre la marcha del MEJ, como para consultas privadas espirituales y confesiones que le solicitábamos. Puedo decir con toda certeza que todo lo bueno que su amistad y consejo nos brindó, nos preparó para el camino de la vida, en las tantas rutas por las que los años nos han llevado. Siempre sus hijos espirituales lo recordamos con gratitud y decimos – como le reconocíamos en su vida terrena – que él era el “papá del MEJ”.
A Monseñor Manuel Prado tuve la oportunidad de conocerlo personalmente en el año 1995. Anteriormente lo había conocido sólo de vista, durante las celebraciones eucarísticas que él presidía en la Catedral de Trujillo o en encuentros arquidiocesanos de laicos. El año 1995 fui designado para representar al Apostolado de la Oración (del cual el MEJ era la sección juvenil) ante la Comisión Arquidiocesana de Laicos (CAL). De esta manera pude compartir con los representantes de los otros movimientos eclesiales y con el Arzobispo Monseñor Manuel, reuniones semanales (los días martes) durante 5 años continuos. En todo ese período también fui bendecido con la oportunidad de reunirme una vez al mes durante todo ese lustro, de manera personal con Monseñor Manuel. En dichos encuentros me confesaba – cuando yo se lo solicitaba – y recibía sus consejos y orientaciones sobre las dudas e inquietudes propias de mi juventud. Allí aprendí con él, el poder de la oración y la vida comunitaria de la Iglesia, un mayor respeto a mi familia y amigos, la maravilla de conocer, amar y dar a conocer al Señor. Alguna vez le compartí mis anhelos por la vida consagrada, de lo que él me hizo desistir, haciéndome ver que mi verdadera vocación estaba en el mundo, con mi servicio profesional, con mi testimonio de vida (y menciono esto porque algunos creen que los sacerdotes obligan o inducen a “meterse de curas” a los jóvenes a quienes brindan consejería espiritual). Me alegró la sinceridad de su consejo, pues su preocupación era que yo sirviera al Señor como a Él le resultara grato y no como a mí se me podría ocurrir.
Monseñor Manuel Prado fue mi asesor espiritual desde aquel lejano 1995 hasta hace un año (2011) cuando entregó su espíritu al Padre del Cielo. Hasta el año 2000 de manera personal, como ya he referido, y desde entonces hasta su partida, por medio de la vía telefónica y a través de mensajes electrónicos. Cabe mencionar que en el año 2000, fue aceptada su renuncia como Arzobispo de Trujillo, debido a su edad, siendo destinado a labores pastorales en Huachipa (Lima), en la casa de retiro de los jesuitas. Por mi parte, desde aquel año tengo un problema de salud que limita mis actividades motoras. Durante todo este tiempo, su amistad y consejo han sido un soporte vital que el Señor me ha concedido para afrontar las dificultades propias de mi condición. Siempre en estos años y antes de ellos, su consejo ha sido fundamental para las grandes decisiones que he tenido que tomar en la vida. La experiencia me enseñó que siempre – inspirado por Dios – su orientación fue la correcta. La experiencia también me ha mostrado lo contrario, cuando no quise entender lo que él me decía.
Otra de las virtudes que puedo mencionar de él – entre muchas más – fue que programaba su viaje pastoral a los pueblos del ande liberteño durante el mes de mayo de cada año, para evitar de esta forma los homenajes en Trujillo, la capital de la región, pues en ese mes se celebraba su onomástico. Prefería pasar aquel día evangelizando y viajando entre caminos difíciles, como un gran misionero, antes que ser homenajeado y obsequiado en ceremonias públicas en Trujillo.
Ahora que escribo este artículo, casi un año después de la partida de mi gran amigo, no puedo dejar de recordarle con alegría y agradecimiento, sabiendo además, que él también fue asesor espiritual de mis tres hermanos. Con ellos y con muchas otras personas más, podemos dar fe de su conducta ejemplar y santa: http://inmemoriam.jesuitas.pe/2012/02/mons-manuel-prado-perez-rosas-sj/
Nunca en las reuniones comunitarias y personales que tuvimos escuché de él alguna palabra inadecuada, nunca vi una conducta inmoral, jamás oí de sus labios insinuaciones perversas o frases que no tuviesen que ver con un sano consejo, con el animarme o felicitarme por algún logro o también reprenderme por alguna idea o conducta mía que no iba de acuerdo a las enseñanzas del Maestro.
Tantos siervos hay en la casa del Señor, la mayoría buenos – de lo que puedo dar fe, junto con mis hermanos, mis amigos del MEJ y muchísimas otras personas – aunque también existe una minoría de malos sacerdotes, lo cual es motivo de tristeza para quienes amamos la Iglesia. Pero el hecho de que exista una pequeño grupo de malos pastores que han deshonrado la Casa de Dios, cometiendo abominaciones, corrupción, mentiras, en otras palabras “pecados que claman al cielo” (Gn 18:20, 19:13; Ex 3:7-10, 22:20-22; Dt 24:14-15; Jue 5:4), no es un argumento válido para generalizar dichos escándalos a todos los sacerdotes. A Dios gracias existen también buenos y santos sacerdotes, como he tenido la bendición de conocer. Hay buenos pastores en la Casa de Dios, hombres que entregan su existencia cada día al servicio de la Iglesia, hombres que gastan y arriesgan su vida en las misiones. Hay hombres de Dios que son un motor de santidad que mueve la Iglesia. Y de ello, soy testigo.
Por eso es que me indigna cuando leo o escucho que algunas personas desinformadas u otras quienes tienen un odio visceral a todo lo que tenga que ver con la Iglesia Católica, se valen del pecado de unos cuantos, para afirmar que todos los sacerdotes son corruptos, violadores, pedófilos, entre otros. El odio hace que se obnubile la razón y eso es lo que ocurre con algunos. No es que neguemos la presencia de malos elementos en casa – lamentablemente los hay – pero de ahí, a generalizarlo para todos, existe un abismo enorme.
Existen malos médicos, malos profesores, malos abogados, malos profesionales en todas las ramas del saber. Malas personas en cualquier área de la sociedad. Ladrones, corruptos, violadores, pedófilos, asesinos; pero son la minoría, no la totalidad de ellos. No podemos decir que porque un cirujano es negligente en sus operaciones, entonces todos los cirujanos se comportan de igual manera. No podemos sostener que si algún maestro pide dinero a sus alumnos para aprobarlos, entonces todos los docentes son iguales. No es posible afirmar que todos los abogados son corruptos, porque algunos de ellos falsifican documentos o información. Hacerlo significaría ser una persona que no sabe utilizar el raciocinio, sino tan sólo el odio. Y cuando el odio no se domina, enceguece la razón.
Lo más triste de todo, es que muchos de estos acusadores son personas que se llaman a sí mismos “cristianos”, seguidores del Maestro y sus palabras. Peor aún, se cuentan entre quienes acusan a algunos “seudocatólicos”. A ellos les recuerdo el mandamiento del Señor: “No darás testimonio falso contra tu prójimo” (Ex 20.16). Hay que tener cuidado y ser objetivos, sin caer en subjetivismos, pues podríamos estar incurriendo en calumnia, lo cual es un grave pecado.
Si existen malos sacerdotes en la Iglesia, tengamos la certeza de que ellos serán juzgados por el Señor y al El habrán de responder por sus perversiones, por sus escándalos, por su mal ejemplo y por la culpabilidad de ser muchas veces piedras de tropiezo para los más pequeños y frágiles, tanto en lo físico como en lo espiritual. Para ellos resuenan en particular las palabras de Jesús: “Al que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran al cuello una gran piedra de moler y que lo hundieran en lo más profundo del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Tiene que haber escándalos, pero, ¡ay del que causa el escándalo!” (Mt 18.6-7). Y si alguna de sus faltas merece castigo por las leyes humanas, pues que así sea, aunque resulte doloroso para la Iglesia.
Nunca olvidemos que por cada sacerdote o religioso que se haya desviado del Camino del Señor, existen cientos que caminan en la senda correcta. Por cada punto de oscuridad, existen muchas luces que alumbran el camino de los creyentes. Por cada olor nauseabundo que se desprende en casa, existe sobreabundancia de perfume de santidad. Invito a mis hermanos católicos a orar siempre por sus sacerdotes y religiosos, pidiéndole al Señor que nos envíe santos siervos a su Iglesia: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su cosecha" (Mt 9.38).
Ad mayorem Dei Gloria
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